El amor de Martín llegaba también a los animales, a quienes trataba con amigable bondad, y al mismo tiempo con el señorío que corresponde al hombre, por ser la imagen de Dios en este mundo. Son muchas las anécdotas contadas por testigos presenciales. El padre Aragonés iba con fray Martín cuando encontraron un pobre gato sangrando, descalabrado por alguno. «Véngase conmigo y le curaré -le dijo Martín-, que está muy malo». Le hizo una cura en la cabeza y quedó el gatucho como si en la cabeza llevara un gorrito de dormir. «Váyase y vuelva por la mañana, y le curaré otra vez». Y el gato vino puntualmente, y se quedó aguardando en la puerta de la celda, hasta que vino fray Martín y le curó.
Trajeron en una ocasión al convento cuatro becerros bravos para lidiarlos en el patio del estudiantado, y entre tanto quedaron encerrados en un lugar sin que les dieran de comer. A fray Martín le dio pena verlos con hambre y sed, y por la noche les bajó unas brazadas de hierba y unos cubos de agua. El padre Diego de la Fuente, desde una ventana, vió con asombro cómo Martín daba de comer tranquilamente a los animales, y apartaba al más bravo, cogiéndole de un cuerno, pues molestaba a sus compañeros, al tiempo que le decía que se portase bien y no fuese abusador, que había comida para todos.
Fray Bernardo Medina cuenta otro suceso no menos sorprendente y gracioso. Los ratones roían a veces la ropa que estaba guardada en la enfermería, y un día que atraparon a uno estaban ya para matarlo. San Martín no lo permitió, sino que lo tomó en la palma de su mano izquierda y le amonestó muy seriamente: «Vaya, hermano, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos, que se retiren todos a la huerta, que yo les llevaré allá el sustento de cada día». Y así fue. Los ratones ya no merodearon la ropería de la enfermería, y cada día podían ver los religiosos cómo acudían a recibir la comida que a la huerta les llevaba fray Martín.